Nació en Ciudad Obregón, Sonora (1943). Hizo estudios de economía en la UNAM. Ejerce el periodismo desde 1969. Ha colaborado en las principales publicaciones de México. Fue jefe de las secciones culturales de El Universal y unomásuno y jefe de redacción de este diario; subdirector fundador de La Jornada, director de Comala, suplemento cultural de El Financiero (1992-93); y director de las revistas Kiosco (1991-92) y Mira (1994-97).
Hizo la recopilación y el prólogo de Alfonso Reyes y el periodismo. Ha escrito cinco libros de crónicas: Ciudad quebrada, Hojas del tiempo, Urbe fugitiva, 68: gesta, fiesta y protesta y De banqueta y canapé. Es autor, entre otras obras, del Diccionario enciclopédico de México, reeditado como Milenios de México; de un Quién es quién en la política mexicana, de Historia gráfica del periodismo mexicano, Historia del periodismo cultural de México, El Taller de Gráfica Popular, Granados Chapa, un periodista en contexto, Historia crítica del periodismo mexicano, y la antología facsimilar México: 200 años de periodismo cultural (tomos I y II).
Ha grabado series para televisión y condujo en Radio Red el programa cultural La República de las Letras (2002-2020). Actualmente escribe para Excélsior y otras publicaciones.
Miembro fundador y secretario del interior en la primera mesa directiva de la Unión de Periodistas Democráticos (1975-79).
Fue director de la rama literaria de la Sociedad General de Escritores de México (2012-2016).
Como una bella mujer madura
Para Gil y Heni
Para un joven proletario de los años sesenta, Polanco era un territorio misterioso habitado por algunos edificios y grandes casonas que guardaban autos de lujo y otros signos de buen vivir. Recuerdo que por mero gusto me iba en ocasiones a recorrer Masaryk u Horacio, Ejército Nacional u Homero. El trazo retorcido de Campos Elíseos me desconcertaba, pero no por eso dejé de caminar entre el Obelisco y Fundición, que todavía no se llamaba Rubén Darío. La casa de Siqueiros, en Tres Picos, no se había transformado en sala de arte y en la misma calle y Schiller aún no aparecía la extraña arquitectura de la embajada canadiense. Más allá de las vías estaban grandes lotes baldíos entre los cuales se levantaban las primeras construcciones de una urbanización que en muy poco tiempo ocuparía todo espacio disponible.
Mucho tiempo después, por una mezcla de circunstancias, me convertí en habitante de aquella zona. A principios de los años ochenta viví en Emilio Castelar, frente a las celebérrimas quesadillas de don Isidro, cuya clientela solía estacionarse precisamente en las entradas de nuestra cochera. En ese domicilio, la poeta Myriam Moscona y yo soportamos el terremoto de 1985, escribimos nuestros primeros libros y nació nuestra hija Natalia. Hasta ese departamento fueron a visitarnos polanqueros célebres como Federico Álvarez y su entonces esposa Elena, la bellísima hija de Max Aub; Fanny Rabel, que pese a vivir en la colonia San Miguel Chapultepec conocía vida y milagros de nuestro barrio; Thelma Nava, viuda del inmenso Efraín Huerta, quien le cantó como nadie a Polanco y al camión Juárez Loreto. Esa pareja de poetas habitaba un departamento en Campos Elíseos y Lope de Vega. Vivíamos muy cerca de mi admirado José Pagés Llergo y más de una vez vi a su hija Beatriz corriendo por el camellón de Horacio.
Después de los sismos de 85 nos mudamos a una casa de Campos Elíseos, donde viví durante la década en que Polanco dejó de ser la tranquila colonia residencial de otros días para convertirse en un caótico y fascinante territorio de oficinas y comercios. En ese tiempo, frente a Chapultepec se levantaron las rojas torres cilíndricas de Rubén Darío, muy pronto bautizadas como “las cocacolas”, y más adelante, entre Arquímedes y Julio Verne se alzarían, frente al Auditorio Nacional, hoteles como el Nikko y el Presidente Chapultepec o el extinto Centro Cultural Arte Contemporáneo, mientras que Masaryk se convertía en nuestra Via Venetto o una especie de Rodeo Drive, con tiendas de lujo y gran variedad de restaurantes. El Palacio de Hierro transformó el plácido rincón de Homero y Moliere como años antes había ocurrido con Horacio y Mariano Escobedo al levantarse Liverpool, precisamente donde antes estuvo una pista de hielo. La desaparición de la General Motors acabó de transformar el tramo de Ejército que cruza las vías y va hasta hacia Periférico, en tanto que al oriente del Sanatorio Español desapareció tiempo después la Larín, tan cara al recuerdo de quienes fueron niños hace cincuenta años.
Existían entonces los cines Ariel, Polanco e Imperial, pero ya no la bella residencia donde Luis Buñuel filmó El Ángel Exterminador, una de sus obras maestras. A la vuelta de nosotros tenía su casa Rodolfo Echeverría hijo, buena persona a pesar de su filiación priista. Vivían en la colonia músicos, pintores, bailarines y escritores que solían frecuentar cafés como el Bondy o el Gino’s, mientras que maestros y estudiantes de la Escuela Nacional de Antropología e Historia, cuando el plantel estaba dentro del Museo de Antropología, iban hasta el Sanborcito para seguir con sus disquisiciones no tanto sobre el pasado, como en torno al presente,
Afortunado que soy, una madrugada me tocó ver a María Félix en pleno despliegue de su recia personalidad frente a la casa de Hegel, cuando entre risas despedía a un embelesado grupo de amigos. Cerca de ahí, en Campos Elíseos, los Giménez Cacho tenían un gran departamento frente a Chapultepec, donde Julia, la madre, optó por dedicarse a la pintura y decidió que su obra sería un doliente homenaje a la mujer. A media cuadra, en la contraesquina de donde ahora está la embajada de Australia, en el edificio que alguna vez habitó Carlos Fuentes, del piano de Héctor Vasconcelos salían notas que se perdían en los aromas del bosque.
Por supuesto, Polanco evoluciona, pero lo sorprendente no es el cambio, sino la resistencia que ha permitido a la colonia conservar ciertos rasgos de su vieja fisonomía. Ha sido y es zona de escuelas prestigiosas lo mismo que de embajadas y residencias de personal diplomático, las que imprimen al perímetro un aire cosmopolita. El parque Uruguay con su fuente de concreto sigue ahí, “La Zona” mantiene sus características de centro comercial de barriada opulenta y las reinas de Polanco que retrató Guadalupe Loaeza siguen practicando un entusiasta consumismo mientras San Agustín y la Capilla Francesa llaman puntuales a los servicios y los viernes por la tarde niños y adultos de cápele o sombrero negro desfilan hacia las sinagogas para iniciar el shabbat.
Porque lo cierto es que Polanco se transforma y permanece, ha dejado de ser pero se mantiene, y pese a la irritante falta de estacionamientos y no poco desorden, vive orgullosamente su modernidad.
Como esas mujeres que ganan atractivo en la madurez porque conservan y enriquecen la belleza de su juventud, Polanco tiene una magia seductora que llama a la conquista y al refinamiento. Hermosa y vital, ahí sigue.
Fotos: © Barry Domínguez.