Ana García Bergua (Ciudad de México, 1960). Narradora y cronista.
Según José de la Colina, su obra es “realista, humorística y fantástica, un triple mestizaje que en pocos escritores suele ser afortunado y en ella sí lo es”. En 1994, su novela El umbral recibió mención honorífica en el certamen internacional de primera novela “Ciudad de Santiago”, celebrado en Santiago de Chile. Becaria de Jóvenes Creadores del FONCA en 1992, es miembro del Sistema Nacional de Creadores de Arte. En 2015, Isla de bobos formó parte de las lecturas del examen nacional de Agrégation en Francia. Obtuvo en 2013 el Premio de literatura Sor Juana Inés de la Cruz por su novela La bomba de San José. Premio nacional de Narrativa Colima 2016 por La tormenta hindú y otras historias.
Entre sus novelas y libros de relatos y crónicas se encuentran además Púrpura, Pie de página Isla de bobos, Rosas negras, Edificio y Fuego 20. Ha sido traducida al inglés, francés, alemán, esloveno e italiano. Ha colaborado en muchísimas publicaciones desde los años ochenta; publicó durante diecisiete años su columna “Paso a retirarme”. Actualmente colabora en Laberinto del Diario Milenio con la columna “Husos y costumbres”; en Literal Magazine (“Con vista al mar”) y en Letras Libres e imparte talleres de narrativa.
Acaba de publicar Leer en los aviones (relatos) con Ediciones ERA.
Foto: © Moramay Kuri
Casas de libros
Hay una foto muy famosa de Rogelio Cuéllar en la que José Emilio Pacheco aparece en estado de plenitud bibliográfica, rodeado de miles de libros que forman a su alrededor un paisaje montañoso, accidentado y caótico. En las casas de bibliómanos menos exuberantes, los clásicos libreros o las torres de papel alcanzan la talla y hermosura de las columnas de estilo diverso que tanto admiraban los clásicos. Si la casa es pequeña, las conformaciones de libros comenzarán a brotar como la hierba salvaje, según las veleidades alfabéticas o el capricho goloso de un lector indeciso en sus géneros, lento para reunir el dinero, el ánimo y el ingenio para mandar hacer otro librero y decidir dónde lo pondrá, si encima del refrigerador, debajo de la televisión o en lugar del armario, en el caso de que ame más a los libros que a su aspecto.
Los adictos a los libros poseen características fijas: están llenos de alergias o manías, y detestan la pregunta del ingenuo que quiere saber si los han leído todos, como si los libros fueran un artefacto utilitario. Según sus preferencias, poseen libros perrunos o libros gatunos: los primeros siguen a su amo por toda la casa, en ejemplar suelto o en jauría, y viajan sin cansancio del sofá a la cocina, a la mesilla de noche o a los cafés. Padecen con lealtad la asfixia de las maletas y son capaces de arriesgar la vida en el revistero del baño; fieles hasta la muerte, se dejan marchitar por el vapor de la ducha, que a veces les borra algunas letras. En cambio, los libros gatunos se quedan dormidos en cualquier parte, agazapados debajo de cualquier montón de hojas sueltas, prospectos y anuncios, para que el dueño no les interrumpa la holganza. Se escabullen en el cine o en los transportes públicos y uno pasa la vida entera buscándolos, pero se ven hermosísimos cuando uno los descubre acostados con displicencia sobre el televisor, invitando a que se les acaricie. Como todo gato, algunos rasguñan.
Hay quien insiste en que dejemos de arriesgar la vida, la salud y la convivencia practicando aquella arquitectura efímera con ladrillos escritos, que poseer tantos libros no es lo mismo que leerlos. Se habla de las bondades, muy ciertas, de los libros digitales y las bibliotecas públicas. Pero vuelvo a la fotografía de José Emilio Pacheco y a aquella plenitud del escritor cobijado por sus libros, que parece decir: este es mi paisaje, mi ciudad, la materia de que estoy hecho. Y de alguna manera, aquellos montones de libros que pueblan nuestra casa son eso, son lugares, materia viva que sonríe desde sus tapas y nos recuerda que allí estábamos, o estuvimos, o deberíamos estar y dejar de hacer lo que estemos haciendo para retornar a ellos, como si fueran una extensión orgánica de nuestras manos.
(Este texto formó parte de Pie de página, libro publicado en 2006 por Ediciones Sin nombre; asomó de repente por la pantalla de mi computadora y me pidió que lo sacara a pasear de nuevo).
Foto: © Rogelio Cuéllar
Fotos: © Barry Domínguez.
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